• DOMINGO,  28 ABRIL DE 2024

Cultura  |  13 febrero de 2022  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

Cuento del domingo: La Bruja

0 Comentarios

Imagen noticia

Por Mario Castro Beltrán

— ¡Papá, papá, allí está Pacha! —entró gritando al bar Danubio el hijo menor de don Efraín. — ¿Dónde? —preguntó afanado el padre. —En la tienda de los Patiño. Octavio era un niño muy travieso, pero respetuoso con los demás. Don Efraín corrió presuroso hacia el sitio indicado, un local situado al otro lado de la calle, treinta, cuarenta metros más allá. Entró por la primera de las tres amplias puertas amarillas de la tienda, y fue directo al lugar donde Pacha contaba unas monedas, presta a pagar lo pedido. Daba ella la espalda y se apoyaba en su pie izquierdo, dejando colgar su desgalichado cuerpo medio contrahecho. — ¡Bruja de los mil demonios, eres el coco de los niños y eso te va a pesar a partir de hoy! —gritó desaforado don Efraín, en los momentos en que la cogió del cabello entrecano y, sin soltarla, la lanzó a los aires. Pacha se agarró como pudo de las fuertes muñecas de su enojado atacante para hacer menos doloroso su estado, pues, en menos de lo que canta un gallo, se vio dando vueltas en derredor del epicentro formado por los pies de don Efraín, de modo que solo atinaba en quejarse del dolor en su cabeza y en mirar para el techo, el que le daba vueltas y vueltas a medida que don Efraín iba girando sobre sí, con ella agarrada. Los transeúntes curiosos comenzaron a arremolinarse, y la mayoría se congraciaba con lo que adentro ocurría, pues lo cierto es que más de uno habría querido para sí el impulso de don Efraín para hacer lo que este estaba haciendo. A más de diez personas de las que se juntaban ahí les había injuriado algún hijo, o había destruido el juguete de uno de esos hijos. La Pacha se quejaba como una rata vieja y hambreada, y mostraba en cada vuelta las diez enaguas de boleros que usaba bajo su abrigo granate de mil años. A Pacha, los habitantes del pueblo la tenían por bruja; su presencia asustaba a los niños y su genio de los mil demóscaros los alejaba aterrados. Su cara arrugada estaba plagada de verrugas, una de ellas, negrísima, destellaba en la punta de su ganchuda nariz. Flaca, de mediana estatura, tenía un cojear congénito que le hacía mover el tronco de lado a lado, y sus nalgas grandes en redondo, hacia adelante y hacia atrás, a medida que marcaba el paso. Hasta muchos adultos se azaraban ante su presencia. — ¡Esto para que te sirva, maldita...; para que no vuelvas a meterte con ninguno de mis hijos! —gritaba jadeante don Efraín, a medida que iba dando vueltas con la Pacha atrapada entre sus manos. La mujer seguía volando sobre el mostrador y sobre los cajones grandes de la tienda en los que se depositaban los granos que expendían los Patiño. Dos días antes, el pequeño Octavio se hallaba jugando a la pelota con otros amiguitos suyos en los alrededores de la casa de Pacha, cuando, de pronto, la pelota fue a estrellarse contra la humanidad de la mujer en los precisos instantes en que ella salía de su vivienda. La bruja se llenó de una inusitada iracundia, y moviendo su descompasado cuerpo inició la persecución del chutador, con tan mala suerte para Octavio que no fue capaz de reaccionar para huir: se quedó petrificado ante la presencia de la extraña mujer, y como esta no alcanzó al travieso que la peloteó, cogió al niño paralizado y le dio de bofetadas hasta hacerlo sangrar por nariz y boca; lo cogió después por las orejas y lo arrojó contra el suelo, haciéndole raspar manos y rodillas. No contenta con lo que creyó poco, tomó en sus manos la pelota y con sus duras y puntudas uñas la rompió cien veces. La pelota pertenecía al niño golpeado, pues había sido el regalo que su abuela le había hecho en la pasada Navidad, valiéndose del Niño Jesús. Eso no era lo único que le había hecho al pequeño; también lo había castigado en otras oportunidades, aunque no con la intensidad con que lo había hecho esta vez. Y no solo había atropellado a este chicuelo, sino también a dos o tres de sus hermanos, y a por lo menos la mitad de los infantes del pueblo. Por eso es que muchos de los que estaban viendo la pela que don Efraín le propinaba a la descuadrada mujer, comulgaban con ello. Don Efraín no solo se estaba desquitando por lo suyo, sino que también estaba obrando por la mayoría. Casi todo el pueblo le tenía miedo a esa mujer, sobre todo desde que empezó a correr el rumor de que nadie se podía meter con ella porque se incursionaba en el peligro de quedar embrujado. Que con ella andaban, por calles y campos, la Patasola y los endriagos y los duendes y las demás brujas; que tenía pacto con el demonio y con todos los seres maléficos que poblaban las sombras, los caminos, las veredas y los pueblos. No valía el hecho de que Pacha se mostrara a diario, de noche y de día, ante el vecindario, ante todo el pueblo, para que no dejara de ser tenida como una bruja, si no la más mala, sí, al menos, una de las más asustadoras y perjudiciales para los niños, a quienes odiaba. — ¡Acabe con ella, don Efraín, acabe con ella! — comenzaron a oírse voces de apoyo cuando ya el cansado hombre la soltó contra unos bultos de maíz que amortiguaron la caída de la bruja, evitándole más daños. Se puso esta de pie, y refunfuñando y echando maldiciones que tronaban por todo el espacio, se compuso las enaguas, la bata, el abrigo. Estaba lívida; no se sabe si del susto o de la ira, o por la confusión. Tronando pestes y mirando de reojo con esos ojos suyos redondos y llenos de venitas rojizas, se abrió camino por entre la gente que se apartaba temerosa. Movía todo su cuerpo descompuesto y sus pies se agitaban con fuerza, calzados por un par de guayos negros pelados en las puntas. Unos metros más allá de la aglomeración se volvió hacia esta y lanzó amenazas e insultos; por su lado pasó raudo y temeroso el pequeño Octavio en dirección a la tienda para reunirse con su padre, y ella trató de agarrarlo. Dicen que sus brazos se alargaron como dos metros, pero ni así pudo cogerlo. El cura del pueblo apareció en la esquina de cuadra gritándole a la bruja palabras de advertencia para que se callara, pero la mujer no lo hizo, y, por el contrario, redobló el compás de sus imprecaciones y amagos, en tanto que siguió alejándose. El cura conminó entonces, a todos los feligreses para que rezaran en voz alta, y cuando estos iniciaron sus rezos, ella aceleró su paso, retorciendo mucho más su cuerpo entero hacia todos los lados, causando la impresión de que estaba sufriendo convulsiones.                    — ¡Saquemos a esa endiablada mujer de este pueblo! —mandó el cura, y la gente no tuvo tiempo de responderle, porque la bruja contestó: — ¡No se preocupen canallas, que yo solita me voy, pero volveré acompañada de todos mis hermanos! Y desapareció al doblar la esquina. La gente y el cura se acercaron a esa esquina, pero ya no la vieron. Fueron hasta la casa en que ella habitaba, y la casa ya no estaba; apenas quedaba el solar, y, en medio de este, un gato que maullaba — ¡Zape, zape! —le gritó alguien que le tiró una piedra, y el animal se alejó zarandeando sus patas, estremeciendo todo su cuerpo, hasta que desapareció por encima de una tapia.   

 

PUBLICIDAD

Comenta esta noticia

©2024 elquindiano.com todos los derechos reservados
Diseño y Desarrollo: logo Rhiss.net