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Cultura  |  06 febrero de 2022  |  12:01 AM |  Escrito por: Administrador web

Cuentos de domingo: El hombre de la manzanilla

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Por Mario Castro Beltrán

Cada ocho días se apersonaba en el bar Danubio, solo, siempre solo. Por lo menos durante dos años seguidos esa fue la costumbre que llevó el misterioso hombre, pensaba M, niño aún. Fueron dos años en los que el hombre llegaba cada domingo a eso de las once de la mañana y se iba cuando comenzaba la noche. De acuerdo con la imagen que M siempre conservó de él, tenía este un extraordinario parecido con el Bolívar flaco, de pómulos salidos y mejillas hundidas, de frente arrugada y con ese pelo echado hacia adelante como el de un César, sin bozo y con patillas anchas y largas, siempre de perfil, nunca el que se muestra de frente en tantas partes, en tantas páginas. Pedía siempre lo mismo; nunca variaba su licor: una botella de manzanilla. La copera se la llevaba, colocaba una copa junto al asiduo cliente semanal, destapaba la botella y escanciaba el vino blanco en la copa y dejaba luego la botella junto al hombre, sobre la mesa. Se hacía siempre en el mismo lugar, sentado a la misma mesa de todos los domingos, ahí junto al piano, ahí pegado a la columna que estaba sita detrás del piano y a un lado de esa mesa; parecían, el piano, la columna y el hombre sentado a la mesa, una estampa pintada, la que toda la clientela del Danubio esperaba ver cada domingo y que en realidad veía cada domingo, de modo que se volvió cosa normal para todos, los que terminaron respetando ese sitio como si fuera el propio y definitivo para que el hombre se acomodara allí. Al acercarse la hora acostumbrada, los que estaban sentados a esa mesa se quitaban del lugar, ya sea porque cayeran en la cuenta, o porque la copera de turno se los recordara con cierta voz imperiosa de “recuerden que el de la manzanilla no demora, vengan los acomodo en otra mesa”. Las coperas que tuvieron la oportunidad de servirle se sintieron muy bien correspondidas cada vez que lo hacían; el hombre les dejaba sus buenas propinas, las que a veces equivalían a un día de trabajo y hasta a dos. “A un hombre así hay que tratarlo muy bien”, le comentaba una copera a la otra que llegaba por primera vez a trabajar allí. Y como las varias coperas del Danubio tenían distribuidas por partes iguales y por sectores las mesas que habrían de atender, convinieron entre ellas y el patrón que cada una habría de atender al hombre patilludo, una cada domingo, sin que importara que la copera del turno no tuviera dentro de sus mesas la que quedaba junto al piano.

 

Fue el hombre de la manzanilla el que hizo emborrachar a M por la primera vez en la vida. Eso ocurrió el último domingo en que se le vio sentado junto a la columna ahí al lado del piano, libando su vino, con su presencia meditabunda, su codo izquierdo apoyado sobre el borde de la mesa, su mano izquierda sosteniendo el mentón anguloso, espigado y pronunciado. M jamás lo volvería a ver, y muchos años después, cuando le preguntó por él a su padre, este le respondió que lo único que conocía del individuo de la manzanilla era que provenía del otro lado de la cordillera y que, según se decía, vivía solitario en una gran casa anaranjada rodeada de corredores enmarcados con barandas por sus cuatro costados, allá en la vereda Río Azul. Cuando le preguntó si sabía qué había sido de él que de un momento a otro no había vuelto a verlo en el Danubio, su padre le contestó que los moradores de Río Azul habían comentado que estaba penetrado en medio de los altos más altos de la cordillera, luego de haber permanecido varias semanas encerrado en su casona. Recordaría M durante el resto de su vida, que ese último domingo, cuando estaba presto a irse del bar de su padre luego de estar lavando la loza que durante el curso del día iba siendo utilizada por la clientela, notó que el hombre de la manzanilla lo llamaba prevaliéndose de un rápido movimiento de sube y baja la cabeza, cumbamba que iba al pecho y se alejaba hacia arriba, acompañado de un repetitivo y casi imperceptible movimiento de labios que parecían decir venga, venga, venga. M obedeció la solicitud al instante y como jalado por una ganzúa invisible, apareció en seguida al frente del hombre, quien estaba ahí sentado tras hartas horas, y a esas alturas del tiempo ya había despachado de cuatro a cinco botellas de manzanilla, sin que esta cantidad hubiera logrado emborracharlo un tris. —Te voy a proponer un negocio, muchacho —le dijo el hombre a M—. Era la primera vez que M se le acercaba tanto. El hombre le hizo su propuesta en voz baja sin que por ello pretendiera ocultar algún temor de que alguien lo escuchara. Apoyaba sus manos sobre sus piernas, sentado como estaba, y entrelazaba los dedos de sus manos, echando su tronco un poco hacia adelante. —Vea —agregó, sin aguardar a que M dijera algo—. Si te tomas el aguardiente que hay aquí —lo dijo al tiempo que señalaba con su cabeza una botella de aguardiente amarillo que hacía poco había sacado de una de las alforjas que a toda hora llevaba consigo— te daré veinte pesos.

M, entre pálido y medio colorado, miraba al hombre con sus ojos vivaces y luego ponía a circular su mirada por el bar moviendo la cabeza hacia todos lados, como buscando a ver quién podía comprometerlo. —Y si llega mi papá que ya está para llegar, pues salió apenas para la tienda de don Pacho Arroyabe a comprar un cuido para las gallinas —arguyó acucioso el muchacho. —¡Bah! —exclamó desdeñoso el hombre de la manzanilla—, es que el trato consiste en que te tomes el aguardiente de una sola tacada, sin parar, sin quitar el pico de la botella, y eso no debe durar más de un minuto.

El licor ocupaba poco más de un tercio de la botella. Pese a eso, el muchacho se dejó tentar sin alcanzar a medir consecuencias, toda vez que, de una parte, nunca había probado el aguardiente y no podía saber hasta qué punto podría emborrachar tal cantidad, sobre todo ahora que había que ingerirla de una sola vez y sin cortar el aliento, y, de otra parte, los veinte pesos representaban para él una desorbitada suma que nunca habría imaginado tener así de la noche a la mañana, en cosa de unos dos minutos, en particular si estimaba que una gaseosa valía quince centavos y una cajetilla de cigarrillos Pielroja, veinticinco centavos. El niño acabó por ceder, e instantes después se pegó del pico de la botella. A medida que el líquido abandonaba el recipiente para llegar al gaznate de mocoso, M iba sintiendo que el mundo comenzaba a darle vueltas y más vueltas, que su cabeza giraba cada vez sobre sí con mayor celeridad y que las fuerzas se le iban minando y el equilibrio lo iba abandonando. Pudo con el líquido; lo bebió. Tuvo aún el suficiente conocimiento para apreciar que el hombre le estiraba un bonito billete de veinte pesos y que él lo cogía; tuvo el suficiente conocimiento para percatarse de que parte del licor se chorreó por las comisuras de los labios, y para pensar que el hombre que lo incitaba a beberse hasta la última gota del licor habría de negarse a entregarle el dinero alegándole que había botado esa parte de la bebida; y todavía le quedó conocimiento para oírle decir al hombre que ninguno de los pocos parroquianos se estaba dando cuenta de lo que ocurría, que don Alfonso, el papá, no llegaba, y que le confiaba un secreto: que estaba dispuesto a desaparecer de esta olla rodeada de montañas de infinitos verdes, porque fuerzas de otro mundo con las que había formalizado un trato, vendrían por él en los próximos días; habría de confundir en su cerebro ese secreto y después de varios años pudo recordar parte de él. Al día siguiente despertó M con la bulla que entró haciendo su padre cuando ingresó al depósito del Danubio. Se enteró entonces de que lo habían buscado toda la noche por todos los rincones del pueblo, sin que se le hubiera podido encontrar. A media luz entrevió la figura de su padre rebujando en el depósito. A media luz, medio turulato y extrañado a causa del extraño malestar que estaba experimentando, y que no volvería a sentir hasta cuando cumplió diez años y se llenó de cerveza en la fiesta de cumpleaños de uno de sus amigos.

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