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Columnistas  |  28 noviembre de 2021  |  12:00 AM |  Escrito por: Juan Sebastián Padilla Suárez

LA OTRA MUERTE

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Juan Sebastián Padilla Suárez

Por Juan Sebastián Padilla Suárez

Borges escribió que el sueño de cada noche es la muerte. Tal vez por eso conviene dormir, no por la compensación química de serotonina que la fatigosa vigilia nos consume, sino, precisamente, porque al dormir nos morimos y, de alguna manera, dejamos de ser nosotros. Es un descanso, aunque no eterno, por desgracia. Una pintura de Blake sugiere que la muerte es una ventura de trascendencia cósmica, contrario a lo que cantó el poeta del infierno: es el destino ineluctable de todos. Esas aproximaciones a la muerte implican la desaparición física o, por lo menos, una separación de la consciencia. Son verdades poéticas. Pero también es posible morir estando penosamente vivos.  

Hay dos novelas que guardan una semejanza temática sobre la muerte: Pabellón de reposo (1944), de Cela, y Los adioses, de Onetti (1954), la única de sus obras que dedicó a Idea Vilariño. Cuesta un poco reconocerle algún mérito al protomacho español, sin embargo, fue un acierto que Cela haya orientado el relato hacia la fragmentación de las voces narrativas, varias de ellas correspondientes a un yo protagonista. De manera que no hay diálogo sino un descenso profundo en el interior del laberinto del sentido. A pesar de un argumento prosaico y cotidiano, Onetti se va por la senda estilística de Henry James. Esta anécdota es obligatoria: algún día, Emir Rodríguez Monegal presentó a Onetti y a Borges; se encontraron en una cervecería; y al cabo de unos silencios intercalados, Onetti les chantó un insulto: “¿Pero qué ven ustedes en Henry James?”. Retomo. Decía que el procedimiento narrativo de Onetti es intensamente elaborado, el lector se ve abocado a mantener dos niveles de entendimiento: decodificar las conjeturas del narrador y, al tiempo, deducir la historia misma. Es decir, el lector debe descifrar la ambigüedad. Sí, paradójicamente, como en la maestría de los relatos de James.

Las dos novelas se valen de la tuberculosis como el mal que carcome las entrañas de los personajes. En Pabellón de reposo, siete enfermos desahuciados se retiran a un sanatorio a bien morir. Allí son aislados por la patología, pero sienten otro aislamiento peor: están encerrados en sus propias mentes. En su temida soledad reflexionan sobre la enfermedad y la muerte, cada uno según sus miedos, claro. Y la escritura se vuelve el mecanismo de escape para retratar, a través de diarios y epístolas, sus pensamientos libres y desinhibidos. En Los adioses, un exbasquetbolista viaja a un pueblo de la sierra para recluirse en un sanatorio. El lector debe suponer, al principio de la historia, que el enfermo pretende curarse. Si Cela logró una astuta simetría en el juego de narradores, Onetti consiguió concretar un relato sin contarlo, o sea, un relato elipsado que se construye a partir de las deducciones del lector.

Los personajes, con amarga resignación, aceptan que el pasado es ilusorio y no vale más que un sueño ajeno. A causa de la esencia narrativa de la memoria, podemos falsear y magnificar o, para conveniencia nuestra, inventar. Pero ellos no pudieron modificar, por ejemplo, los recuerdos de los amores que no fueron y la imagen remota de cuando gozaban salud. Podemos mentir a los demás, pero no a nosotros mismos. Los personajes también padecen el tiempo, eso que nadie sabe qué es; en cada segundo se sienten más muertos, la muerte los acecha en cada pulso y les murmura que pronto irán al sepulcro. Y entonces se lamentan por los pocos placeres que la vida les ha dado, y así es muy poco vivir, sugieren. Pero a todos los personajes los perturba más otra cuestión: el olvido, esa otra muerte.

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