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Cultura  |  09 septiembre de 2021  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Los eternos narradores

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Por Manuel T. Bermúdez

A mí siempre me ha gustado escuchar o leer historias. Desde niño cuando en la finca de la abuela, al atardecer, luego de la comida y en la media luz, los trabajadores evocaban historias que venían saltando, como ellos, desde diversas regiones de la patria.

Aquel, era para mí un momento especial. Me sentaba en el piso y pedía alguno de ellos que contara un cuento.

Y entonces el señalado, encendía un cigarrillo, tomaba el tinto en sus manos para acompañar las palabras, y empezaba con una muletilla inolvidable. “Erase que se era” decía para dar inicio a una historia que bien podía ser del Tío Conejo; o alguna de Cosiaca y Pedro Rímales o escogía, con intencionado propósito, las historias de espanto que eran las que más me atrapaban.

A medida que avanzaban la narración uno viajaba en esa alfombra de fantasía que el hombre iba construyendo con sus palabras. Entonces el temor nos hacia estremecer con la leyenda de la Pata Sola; una hermosa mujer infiel que vive entre los matorrales de la selva y que llama a los hombres solitarios que andan por los bosques y les va atrayendo con miradas cautivadoras, pero cuando el incauto que le ha seguido cree tenerla a mano, se transforma en una mujer horrible con ojos que despiden fuego, boca enorme en la que asoman unos grandes dientes y una cabellera despeinada que le da un aspecto tenebroso.

Escuchar esas historias era un acto de enorme voluntad pues sabíamos que luego de que terminaran los relatos el miedo sería nuestra segunda piel y que ir de donde estábamos hasta el inodoro para atender la orden de “orina y se acuesta” sería un ejercicio de valentía, una prueba que teníamos que asumir en solitario, una acción para probar los nervios, sin pedir a nadie que nos acompañara porque desde que aquel hombre decía “Había una vez”, ya nos habían advertido. “Póngase a escuchar esos cuentos para que después este lleno de miedo”, advertencia que se desvanecía cuando escuchábamos las primeras palabras de la narración.

Había contadores excelentes: hombres rudos que en el día desempeñaban las labores del campo, cogían café, desyerbaban, cortaban leña, en fin, labores rudas y difíciles que realizaban con destreza. Esos mismos hombres, en la noche, se transformaban en grandes narradores que nos transportaban con sus cuentos a ese mágico mundo de la fantasía de la que nunca nos hemos querido liberar y por eso nos volvimos lectores de libros en donde las historias siguen marcando el norte de nuestra fascinación.

Ya poco se ve en las fincas ese personaje contador de historias; los radios de transistores que el trabajador carga desde que se levanta hasta que se acuesta reemplazaron sus cantos lastimeros o despechados con los que amenizaban las jornadas de trabajo y embolataron los cuentos que había aprendido para las noches de charla.

También la televisión, centro de atención en las fincas de hoy, desterraron al contador de leyendas y lo opacaron esas noticias cuidadosamente manipuladas que nos avientan desde esa caja que les robó, a los contadores, las historias de sus bocas.

Nos queda la magia de los libros esos eternos narradores que continúan siendo nuestra compañía a donde quiera que vayamos.

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