• MARTES,  23 ABRIL DE 2024

Cultura  |  09 septiembre de 2021  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Érase una vez un cuentero del bosque…

0 Comentarios

Imagen noticia

Por Alejandro López

Me despertaron con una noticia que nadie quiere escuchar. Para mí, Juan Diego Gaspar no era el gestor cultural, ni el líder barrial, tampoco el teatrero: Juan Diego era mi tío y mi familia. Como otras muertes que he tenido que soportar, la suya arrancó un pedazo de nosotros. Ya no estamos completos. La vida es hermosa pero también cruel.

Gaspar, como siempre le dijimos (pasé toda la infancia convencidísimo de que ese era su nombre de pila), estuvo conmigo desde las primeras imágenes de mi memoria. Siempre con sus crespos despeinados y su bigote grueso que le daba un aire de señor. Ese bigote era, quizá, uno de sus tesoros más cuidados. Días antes de irse (de morir, pues), y por error de un barbero y de su propio despiste, porque se quedo dormido mientras lo afeitaban, terminó lampiño como una papa. Parecía un extraño habitando la casa. Si mi tía y mis primos se lo topaban por sorpresa en la cocina, por ejemplo, no lo reconocían.

En el Parque Valencia, detrás del Colegio San José, mis abuelos vivían en una casona que se cayó en el terremoto. Tenía un sótano donde el tío Gaspar guardaba todo: los disfraces de tres metros que se ponían los zanqueros en los desfiles, las cabezas de dragón y de duende que se tallaban para las carrozas y las máscaras de diablos de carnaval. Por lo general, los niños teníamos prohibido bajar, pero de todas formas lo hacíamos, como un desafío. En ese cuarto, grande y oscuro, unos ojos de monstruo que miraban desde todas las esquinas nos erizaban los pelos.

Luego, en el barrio Jubileo, cuando todos los primos estaban pequeños y aún vivían en Armenia, pasábamos los días en la casa de los abuelos. Nos sentábamos en el piso y escuchábamos por horas (no exagero) al tío Gaspar mientras nos echaba varios cuentos. Él mismo interpretaba todos los personajes y, con poco esfuerzo de imaginación, terminábamos inmersos en la historia. Cuando eran de miedo se ponía de acuerdo, o no, con mi tía ─la más maldadosa de la familia─ y en el momento más tenso del terror, ella tiraba al piso una olla o una cacerola, haciendo que hasta el mismo tío brincara y muchos de nosotros saliéramos despavoridos. A veces, en esas reuniones, comíamos su famoso Pollo a la Coca-Cola, la receta más deliciosa que hubiese probado a mis nueve o diez años. Desde entonces, no he vuelto a probar otro Pollo a la Coca-Cola igual al que preparaba el tío Gaspar.

Otra vez, por algún motivo de esos que parecían importantes en el momento pero que ahora no tanto, recuerdo que mis papás discutían. Mi tío Gaspar me tomó de la mano y me llevó a caminar el barrio y a comprar un helado mientras se enfriaban las cosas. Recorrimos varias cuadras y hablamos de la vida. Quiso que yo no tuviera que soportar la inmadurez de los adultos.

En los años de adolescencia iba con mi tía a ver los eventos teatrales que él organizaba. Actores locales que encontraban un espacio de expresión en escenarios, a veces improvisados, que mi tío Gaspar les procuraba. Muchos actores emergentes del departamento pasaron por las oportunidades que él les dio para mostrar su talento y gritar su arte. El amor que sentía por la cultura superaba el propio. Aun enfermo, volteaba para conseguir implementos, se endeudaba pagando localidades, les prestaba plata a otros teatreros sabiendo que no iba a recuperarla, traía profesores y maestros de arte para que educaran a jóvenes; también hacia acuerdos agremiando a cuanto grupo de teatro y de danza encontraba. Por mi tío Gaspar aprendí a amar las artes.

A la primera fiesta de 15 que me invitaron, con una situación económica difícil y sin plata para alquilar un traje ─porque por alguna razón a los papás de las quinceañeras les gusta ver un montón de chinos con corbatas que van a terminar guardadas en los bolsillos─, mi tío Gaspar me prestó su blazer, una chaqueta gris que me quedaba solo un poquito grande. El tío ya no está y ese blazer tampoco. En la misma fiesta lo puse sobre alguna silla y nunca lo volví a ver. Mis papás me exigieron que asumiera la responsabilidad y le confesara al tío lo que había pasado. Muerto de miedo y de pena le conté. El tío fresco, como siempre, me dijo que no pasaba nada y que lo importante era que la fiesta había estado muy buena.

En el barrio Modelo, donde él vivía, y en otras zonas de Armenia, comenzó los talleres para la formación artística de jóvenes. Era impresionante cómo atraía niños y adolescentes que, en lugar de perder el tiempo, aprendían a declamar, a tocar un instrumento, a montar en zancos, a pararse en un escenario y a vencer sus inseguridades. Terminó creando con esos jóvenes (que no sabían ni cómo agarrar una flauta) una orquesta que tocaba en los eventos del municipio.

En los diciembres tallaba en icopor una carroza con forma de trineo y se vestía de Papá Noel, con mi prima de Mamá Claus, y mi primo y los jóvenes del barrio Modelo disfrazados de duendes. Recorrían juntos los barrios más vulnerables del departamento entregando regalos que, a veces, conseguía él mismo con donaciones entre la familia y los amigos.

Así era él: entregado. Se prestaba para la movida de un catre si usted le pedía el favor, sin objeción y con la voluntad entera; además, mi tío ─y esto me sorprende hasta el día de hoy─ tenía en su directorio cuanto servicio se necesitara. Conocía personalmente a transportadores, mariachis, cantantes, coteros, bailarines, actores, dibujantes, cocineros, curas, reposteros, médicos, abogados y hasta políticos.

El maestro Juan Diego fue el último carnavalero auténtico del Quindío. El rebelde, el despelucado y, sobre todo, el que adelantó un sin número de luchas democráticas por los derechos de los grupos culturales del departamento. Con un micrófono o megáfono en mano reclamaba por las necesidades de un sector históricamente abandonado por los gobernantes.

¿Quién nos dirá de quién, en esta casa, sin saberlo, nos hemos?, pregunta Borges en un verso. Antes de su muerte, sin saberlo, me despedí por última vez: “Tío, muchas gracias por todo, nos vemos”. Qué vicio pendejo el que tenemos de obviar lo presente y de añorar lo ausente. Pero nadie muere al desaparecer. La única muerte es el olvido, y el tío Gaspar seguirá siendo Gaspar: el cuentero que se montó en una vaca loca.

PUBLICIDAD

Comenta esta noticia

©2024 elquindiano.com todos los derechos reservados
Diseño y Desarrollo: logo Rhiss.net