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Cultura  |  16 agosto de 2021  |  12:28 AM |  Escrito por: Administrador web

Cuento: Tensión en el centro

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Este texto hace parte del libro "Te das cuenta que no hay nada que amar", y se publica con autorización de la familia del escritor Gustavo Rubio.

Se había acostumbrado a que los sucesos no produjeran el mínimo asombro. Ni siquiera las verdades que a chorros fluían como el agua en la llave; o todo era sentido, orden y armonía, o era un mero caos con chocolate al desayuno: se levantó esa mañana, se afeitó a las nueve, luego se metió a la ducha y se guiñó un ojo en el espejo; hoy podría ser el día, pensó la entrevista ha de salir al pelo, el puesto está listo, basta con que te muestres sereno y lúcido y te habrás colocado. Y así fue. Pedro dijo algunas mentiras al hombre que lo entrevistó y venga el lunes a trabajar.

Nada nuevo lo que le tocaba enfrentar, meras lides de lagartear un tiempo, pedir prestado para los cigarrillos y el bus, emborracharse hasta los zapatos cuando se podía, tranquilos que después yo compro; una verdadera fortuna el no haberme casado todavía, qué tal uno con mujer e hijos y sin trabajo, quería maravillarse de que las cosas fueran así pero por fin tenía trabajo, sólo que esta vez tendría que hacer un poco más. Se la pasó hasta el lunes yendo a cine, leyendo en la mañana los clásicos de literatura y escribiendo uno que otro párrafo. Si algo le dolía era tener que trabajar en eso.

Esa misma noche visitó a la mujer que le enfriaba el corazón y quiubo pues ¿te dieron el puesto? Me lo dieron dijo, porque a Doris le dolía que los vecinos dijesen que tenía un novio que no trabajaba, o que trabajaba por ratos o que era lagarto; se puso muy feliz la muchacha con la noticia, Pedro era su único amor y ella estudiaba en la universidad una carrera corta, por pasar el rato, y para que me llamen profesional, Doris era una apesadumbrada que detestó las formas de la modernidad, lucir a la loca una minifalda y que en cierta manera se burlaba hasta de ella misma.

Sí señor, dijo Pedro, ya el contrato está listo, ahora actualíceme esos mensajes y no olvide firmar por mí, ordenó el jefe, pero el hombre de calva prematura se alejó cerrando la puerta de la oficina; y el tiempo tuvo sus después, sus antes y sus ahoras, de tal manera que sus amigos lo fueron abandonando y en la medida misma del abandono, Pedro fue subiendo en la jerarquía de la empresa; aquella noche en que visitó a su novia, a esa Doris que le sorbía los sesos y le mascaba en las arterias el último chicle que le quedaba, ella lo recibió como nunca lo había imaginado el exitoso Pedro, esto es, con las palabras de que hasta aquí llegamos, ya no te necesito y me das vergüenza; se encontraba con los amigos y éstos se hacían los locos para no saludarlo, hasta mi querida madre estaba asombrada, y eso que habían transcurrido sólo dos años.

A los tres de estar trabajando, de estar en reuniones, francachelas, ascensos increíbles y demás asuntos de la política, comprobó con asombro que era el jefe supremo y que no lo sabía. Y cuando fue el más poderoso no supo qué hacer porque se halló tan solo que la misma sombra que lo acompañó hasta ayer en la tarde había huido por entre los árboles del parque que lo vio nacer hace ya muchos años.

Hasta las calles parecían rechazarlo y en los bares donde jugaba billar con sus amigos nadie lo reconocía de inmediato, y si se acordaban de él era para pedirle algún peso y preguntarle que por qué no dejaba el tal negocito y que los perdonara pues estar al lado del más poderoso ponía en peligro la vida, y más aún si éste no se daba cuenta de que no podía estar por ahí sin protección, sin amigos y sin el amor de Doris que ya pronto iría a casarse. ¿Qué, Doris iba a casarse? Eso si le dolió y mucho porque él adoraba a esa mujer.

Dejó todo tirado, olvidó lo hecho en unos segundos y comencé a caminar sin rumbo hacia las afueras de la ciudad, me senté sobre las piedras de todos los caminos y reflexioné: qué había hecho con mi vida, la única que pude tener y que ya no tengo, qué he hecho de los sueños si ya no es posible tener alguno, qué de la palabrería arrojada en las cantinas y de las borracheras de pobre diablo, ya nada queda, nada, y se levantó de todas las piedras y se alejó de todos los caminos, y fue despacio hasta el centro de una ciudad que reconoció al modo en que se recuerdan todas las ciudades, y comprobó al cabo de siete largos años que su vejez era tan prematura y tan maravillosa que valía la pena comenzar de nuevo, y sin un centavo pidió café y empanadas en la cafetería de antes y que ahora seguía siendo el escenario donde con Doris tomaba café y se burlaba de la pobreza, y las cosas, los sucesos y todo lo demás iba echando para atrás con una parsimonia de locos, hasta que volvió de nuevo a la niñez y se alejó del sitio sin pagar empanadas ni tinto y supo sin engaños ni misterio alguno que había vuelto a la ciudad donde un día volvería a ser poderoso y rico.

Le faltaban dos puntos por recorrer, su larga sabiduría de escritor no le alcanzaba; con lenta pereza caminó hasta el sur, se devolvió luego y ya no lo distrajeron la miseria de la gente, el perro bravucón ni la lora desmadrada que le gritó viejo de negro, viejo de negro, la miró apenas pero ya le llegaba otra vez el sueño, un torbellino de sombras rondaba por su insomnio y de pronto la revelación, la mágica palabra, la nada entre sus ojos y la boca, ¿eso era? Sí.

No obstante le faltaba una palabra, una sola palabra: dio todas las vueltas posibles por el centro de la ciudad, podría volar y todos los que le vieran callarían de espanto, a un anciano como yo ya nada puede detenerlo, ni siquiera la vida y menos la muerte; Pedro cruzó la avenida 19, luego dobló por la calle 21 hasta la plaza de Bolívar, subió por ésta y ya no se detuvo hasta que despertó, a las nueve de la mañana, sabiendo la última palabra, oyendo esa palabra de todas las cosas y los labios y los días que le quedaban por vivir y morir, y Doris estaría saltando de alegría por la noticia inmensa de saber que ya había terminado la novela, la novela de ambos, la novela donde la lagartería, el mal gusto oficial, la lambonería y tantas otras cosas que el amor filtraba por entre los pelos y las babas y que ambos detestaban, había terminado; ese era el final para tanta joda y Pedro miró una vez más su máquina de escribir y escribió fin.

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