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Cultura  |  25 julio de 2021  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Cuento de domingo: Accidente en la carretera

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Auria Plaza

El hombre volvió a embutir su boca con papas fritas, masticando con un ruido de trituradora necesitada de aceite, mientras un hilillo de café se escurría por la barba. Hablando con la boca llena, reía estrepitosamente celebrando sus propias tonterías. Estremecida por el regocijo, su enorme panza parecía gelatina a punto de regarse por todo el carro.

Insistió en sentarse a mi lado, dijo que ir en la parte de atrás del taxi lo podía marear. Pagó muy bien el viaje y yo necesitaba el dinero. Tenía urgencia de ir a Armenia y no logró conseguir pasaje, pues la línea aérea, como siempre con sobrecupo, hacía malabares, y a pesar de que ofrecía pagar lo que pidieran no hubo caso.

Apagó la radio y dijo que prefería la conversación. A medida que la mañana avanzaba el calor y el aroma de tierra caliente se sentían en el carro, mezclándose con el olor a cebolla y ajo del pasajero.

– ¿Quiere que pare a desayunar? –le pregunté

–No, mijito. Siga nomás. Quiero llegar pronto y no sabemos las condiciones del resto de la carretera.

Con sus dedos grasientos entrelazados detrás de su cabeza, me mira entre bonachón y desdeñoso. Sonríe y me dice:

– ¿Está cansado? Los jóvenes de hoy siempre lo están.

No espera que le conteste, empieza a contarme de cuando su hija esto o aquello. No paraba de hablar. ¡Por Dios era un tormento! Lo que hay que hacer para ganarse la vida.

Empezamos el ascenso a La Línea, el sol intentaba atravesar los espesos nubarrones, la neblina cada vez más densa ralentizaba la marcha, la visibilidad era poca. No había dormido bien los últimos días, me tocó estudiar para los parciales. Además, hay que buscárselas duro; el próximo semestre está a la vuelta de la esquina y el dinero no crece en los árboles.

Mi acompañante con sus ronquidos y su respirar acompasado me amodorraba; ahora lo quería chachareando. Al menos el disgusto de sus modales toscos me tendría alerta.

De pronto, un bus se me vino encima y con un viraje brusco lo evité. Pensé lo irresponsables que son los chóferes de flota.

– ¡Deténgase! –Me gritó mi pasajero que se había despertado– Tenemos que ayudar a la gente: el bus se ha ido al abismo.

–Pero… usted tiene afán, tenga –le alcancé mi celular– llame al servicio de carreteras y ellos vendrán.

–¡De ninguna manera muchacho!

El hombre no esperó a que me orillara, se bajó del carro y cruzó la carretera. Yo, con toda mi calma, llamé a emergencia, después coloqué las balizas y recién entonces fui hasta donde supuestamente estaba el bus.

Este, milagrosamente, quedó en suspenso unos metros abajo y allá iba corriendo don Ramón, parecía otro. Había algo de grotesco y magnífico a la vez en ese hombre que con agilidad bamboleaba su cuerpo para llegar a donde los accidentados.

Yo era joven, educado, me estaba preparando para salvar vidas, o al menos para curar. No me preocupé por el destino que podían correr las personas, es más, ni me di cuenta del accidente. Simplemente seguí. Como hago siempre. Sé lo que quiero y a dónde me dirijo, y marcho directo a mis objetivos. Siempre soy así, lo demás no me importa.

La ruidosa familiaridad de mi pasajero, que tomé por jactanciosa y pedante, me fastidiaba. Allí iba corriendo, se ponía en peligro para socorrer. Cuando llegué a su lado ya había ayudado a bajar a la gente que salió ilesa, con algunos golpes leves. Los heridos, entre ellos el chófer, no podían moverse y él lo supo.

Empezó a dar instrucciones para que se alejaran las mujeres y los niños. A los hombres les pidió traer piedras para apuntalar el bus y con eso evitó que se desbarrancará, dando tiempo a que llegaran los bomberos y las ambulancias. Yo empecé a examinar a los heridos para evaluar quiénes necesitaban que los auxiliaran primero.

Los del rescate se hicieron cargo, no sin antes felicitarnos por la premura y la forma tan eficaz de evitar que el bus se despeñara evitando una desgracia muy grande.

Quise explicar que don Ramón fue el de la iniciativa, pero este no me dejó hablar.

Continuamos el viaje, que se hizo muy ameno. Yo, que antes sólo decía: aja, humm, sí o no, terminé contándole de mis proyectos y mis sueños. Le presté atención, supe de su soledad y viudez. Su afán de llegar era porque ese día bautizaban a su nieta y se reconciliaría con su única hija. Distanciados varios años, era su oportunidad de enmendar errores.

Al despedirnos intercambiamos teléfonos, le prometí ir a visitarlo a su finca en Firavitoba, un pueblo olvidado de Boyacá, del que no tenía ni idea de su existencia, y don Ramón, a su vez, quedó en que siempre que fuera a la capital por sus negocios allí, me contrataría para que lo llevara a hacer sus vueltas.

El Caimo, julio 2021

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