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Cultura  |  18 julio de 2021  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Cuentos de domingo: Dos en apuros

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Auria Plaza

La vida es mediocridad, imposibilidad de ser auténtica. Me siento como una hoja arrastrada por el viento y no es que el presente sea malo o el pasado haya sido mejor, es que no pasa nada y la noche en el bar con los amigos solo acentuó esta desazón, o ¿será que tantos gin and tonics me han puesto melancólica?... En fin, me duermo, mañana veré las cosas con más optimismo.

Es el despuntar de un día que promete ser azul y luminoso; me encuentro en una playa desconocida. No me recupero del asombro cuando un hombre cubierto escasamente por un calzón descolorido y una camisa raída abierta, que deja ver una cicatriz violácea del esternón hasta el ombligo, dice:

–Voto a Dios que tengo sed –mirándome con gesto adusto y a la vez sorprendido añadió:

–¿De dónde sales zagal?

Le explico, lo mejor que me deja mi aturdimiento, que no soy ningún zagal sino una mujer.

–¡Mujer! ¡Anda! Si llevas pantalones, por cierto, muy exóticos. ¿De dónde vienes chaval? Sos muy raro y hablas una lengua extraña.

Rara es la situación, no tengo ni idea dónde estoy. No reconozco el lugar. La arena es gris y pedregosa y lo que parece el mar se siente cerca. Hay un silencio angustiante roto solo por las gaviotas.

–¿Cuál es vuestro nombre? –sigue el tipo con su parloteo de eses. Tan solo acierto a contestar:

–Carmen

–y … dale con lo de que eres una mujer. Eso es imposible. Ninguna mujer anda sola y menos en la playa que es para los pescadores y marineros. ¡A fe mía que no entiendo!

Justo en ese momento se oyen a los lejos ruidos apagados, el vejete me hace señas de que nos acerquemos. Lo que vi después de andar como trescientos metros me sorprendió aún más. Estaban desembarcando un gran número de hombres, con tal sigilo como solo lo hacen quienes no quieren ser vistos, ni oídos. Por señas, como hombre avezado, ni corto ni perezoso, mi compañero me indicó que nos escondiéramos detrás de las rocas.

–Dime ¿Quién eres tú y dónde estamos? –le pregunté una vez a resguardo.

–Soy Lope Balboa de los Tercios de España, al servicio del rey Felipe IV y no tengo idea de dónde estamos. Creo que este es el río Mark.

–¿Río Mark? y eso ¿dónde es?

–Flandes, más concreto Breda. Al menos es lo que deduzco y, por más que intento explicarlo y mi cabeza da vueltas, me parece que estamos en la madrugada del domingo cuatro de marzo de 1590. Esto lo sé porque en todo España se ha contado la historia. La vergüenza de lo que sucedió ese día es la razón por la que hoy, en el año 1625, me encontrara debajo de la tierra cubierto de barro, oliendo sangre, orín y excremento, respirando lodo y miedo, tratando de ver en la oscuridad angosta de un túnel. Soy un topo de los Tercios. Tenía que llegar a donde el general para dar aviso del amotinamiento de la tropa que está con hambre y cansada de esperar una paga que no llega. Necesitábamos que resistieran un poco más. Había que recuperar Breda de los flamencos. ¿Cuál es la historia de vuesa merced? –Me dijo con sorna, por aquello seguramente que no se creía que yo era una mujer.

–Pues yo vengo desde más lejos y no entiendo este enredo. Pareciera que hemos viajado en el tiempo. Lo último que recuerdo es que estaba celebrando la noche del cuatro de marzo de 2019. Mi cumpleaños. Treinta…

–No chaval, por más loco que es todo este asunto, no me vengas con el cuento de que tienes treinta años. Estás muy flaco y juvenil. Si pareces un efebo o un ángel rubio. Mi madre, a la edad que dices tener, era abuela, rolliza y con la piel marchita y le faltaban dientes.

–Bueno… eso no importa ahora. Mujer, muchacho lo mismo da. Lo que importa es qué vamos a hacer.

–¡Tenemos que avisar que los holandeses van en camino! ¡Dar la alarma! Evitar el asalto –dijo de inmediato el soldado.

–¡Nada de eso! La historia no la podemos cambiar. Cuando digo qué vamos a hacer, me refiero a nosotros. ¿Cómo vamos a explicar nuestra presencia?

–Por lo pronto tendrás que ensuciarte un poco, estás demasiado limpio y luego conseguir ropa. Seguirás pasando por muchacho. Ya inventaremos algo. Entre menos hablemos mejor. Necesitamos comida y dónde guarecernos. ¡Pardiez! que me muero por una jarra de moscatel con agua.

Aún quedaba claridad en el cielo cuando llegamos a las calles estrechas, sucias y malolientes del poblado. Tratando de mantenernos ocultos esperamos bajo un alero a que oscureciera; refrescaba y los dientes me castañeteaban de frío. Lope Balboa me dijo:

-No os mováis. Ya regreso y se marchó

Por un momento creí que me abandonaba, sin embargo, algo dentro de mí siente que puedo confiar en este hombre, es un soldado y hará honor a su palabra. Me entretengo mirando el movimiento de la calle. Unas pocas mujeres, de largas faldas grises y pañolones negros que les cubren la cabeza, cruzan apresuradas seguidas por chiquillos que casi corren para seguirles los pasos. Caballos relinchando nerviosos esperando que lleguen sus dueños. En la tienda de enfrente los clientes entran y salen afanados, hombres de distinta índole van y vienen, destacándose los que, envueltos en sus capas, caminan con arrogancia y a cuyo paso los otros se hacen a un lado y yo, recogida hecha un ovillo en el rincón más oscuro, rezando por el regreso pronto del español.

Era de noche cuando volvió mi amigo. ¿De qué otra manera lo voy a llamar? Podía haberse quedado en una taberna y dejar que me las arreglara yo sola.

–Breda está de jolgorio, tal parece que los lugareños prefieren a los holandeses que a nosotros. El populacho ha vuelto esto una romería, así que podremos comer y beber gratis. Todos están festejando. Lo único es no decir ni pío, si se enteran de que somos españoles, con suerte nos meten presos, lo más seguro es que nos ahorquen.

Lope Balboa estaba cambiado: llevaba sombrero bien calado sobre la cara, una capa, como la de los señorones, envolvía su cuerpo y le tapaba parte del rostro. Se le notaba el porte de un viejo soldado. Sus ojos claros, cansados y recelosos al mismo tiempo, me miraban con apremio.

–Ten, ponte esto –me entregó un saco oscuro con apenas las aberturas para la cabeza y los brazos que me arrastraba hasta el suelo. Parecía un monje mendigante.

Me agarró del brazo y, siempre ocultos bajo los aleros, nos detuvimos ya entrada la noche ante una casa semiderruida con dos ventanucos y una entrada que parecía para caballos y carruajes. Tenía frío y miedo. La adrenalina hasta el momento me mantuvo. Estaba desfalleciendo de hambre y cansancio.

Nunca pensé que se pudiera dormir en un piso de tierra y apenas cubierto con un poco de paja con olor a estiércol y sudor de caballos, que afortunadamente tapaba los agrios de los otros, sin techo como nosotros. Eso fue lo que hice ¡Estaba rendida! Mientras dormíamos recelosos Breda ardía en fiesta y nosotros dos en apuros no teníamos idea de lo que nos depararía el nuevo amanecer.

El Caimo, julio 2021

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