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Cultura  |  29 marzo de 2021  |  12:19 AM |  Escrito por: Robinson Castañeda

Relato: Dos vueltas a Colombia

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Un texto de Luis Carlos Vélez Barrios. Publicado originalmente en el libro Recordar es jugar. Un proyecto del grupo Café y Letras Renata.

Los juegos acordes con habilidad y temperamento de cada estudiante, eran escogidos para disfrutar en los recreos de veinte o treinta minutos.

Dos o tres escolares preferían construir la vuelta a Colombia y hacer su recorrido con bolas de cristal.

Para su construcción se requería: un “ingeniero”, machacar varias tapas de gaseosa, la decisión de untarse de tierra las manos, los pantalones o las rodillas y escoger el terreno.

No tenían idea de quiénes crearon, en el café El Pasaje de Bogotá, la Vuelta a Colombia en 1950. Los nombres de Donald Raskin, Guillermo Pignalosa y Eduardo Santos Castillo (Director de El Tiempo), interesaban menos que las hazañas de Bolívar o la historia de las hormigas.

El ingeniero acurrucado o arrodillado, aprovechaba los desniveles del terreno para dibujar la zanja sinuosa. Fieles a las transmisiones radiales, los estudiantes trataban de ajustarse a las descripciones geográficas de Carlos Arturo Rueda y Julio Arrastía Bricca, para que el recorrido abundara en trepadas para los escaladores, tramos planos para los pasistas, y faldas peligrosas para quienes se jugaban la vida al descender “a tumba abierta”, como lo hacía Álvaro Pachón, apodado El Cóndor.

En consenso dividían el terreno en tramos largos y cortos por medio de puntos, teniendo en cuenta diversos grados de dificultad. Como única herramienta, machacaban las tapas con una piedra hasta dejarlas planas y ahondar con ellas los puntos marcados como finales de etapa.

Los escolares apenas conocían las calles cercanas a su barrio, ignoraban que las carreteras de Colombia, a mediados del siglo XX, eran poco menos que caminos de herradura, que las madres, tíos y hermanos de los ciclistas pioneros hacían de entrenadores, masajistas, consejeros y entrenadores.

Terminada la construcción, con los pantalones, las uñas y los dedos sucios de tierra, la frente y los brazos sudorosos, apartaban los montones de tierra, soplaban la zanja a lo largo, hacían ajustes, y sorteaban la salida. Ignoraban las condiciones heroicas del ciclista Efraín Forero.

En agosto del 50 se anunció que el 5 de enero de 1951 partirían 35 ciclistas de la avenida Jiménez (en Bogotá) a recorrer mil cien kilómetros. Forero, el campeón, nacido en Zipaquirá, ganó siete de diez etapas. Roberto Cano ocupó el segundo lugar. El locutor deportivo Carlos Arturo Rueda bautizó a Forero, convertido en héroe, con el remoquete de “El indomable Zipa”.

Dos escolares bastaban para una vuelta a Colombia. Tres la hacían más reñida. Cuatro daban para armar dos equipos. Cinco eran montonera. Para competir se ponía a tono la imaginación y cada uno escogía los remoquetes puestos por Carlos Arturo Rueda a: Ramón Hoyos Vallejo (El pentacampeón), Efraín Forero (El Zipa), Hernán Medina Calderón (El príncipe estudiante de Pilsen Cervunión) Javier Suárez (El ñato de Tapetes Telaraña), Rubén Darío Gómez (El Tigrillo de Pereira), Alfonso Galvis, Pablo Hernández, Martín “Cochise” Rodríguez de Bluyines Wrangler u otros campeones de sus preferencias.

Algunas veces surgían apuestas consistentes en bolas, cajetillas de cigarrillos, etiquetas de vino, dulces de panadería, entre ellos: maracuchos, tiples, ovejos, brazos de reina, y la máxima… vasos de leche con cucas. ¿Dinero? Nunca. De dónde, si la mayoría iba a la escuela con los bolsillos rotos o vacíos. Los pocos que podían comprar en la tienda de la escuela, compartían un ¨pitico¨ de lo que comían. Brindaban un sorbito de gaseosa o leche, o algo del fiambre, especie de “tent´en pie”, consistente en un trozo de carne sudada o frita con una arepa quemada, plátano asado o cocido, cargadas en los bolsillos o el maletín. Se escuchaba por doquier: “mano, deme un pitico”… “mano, deme un sorbito”.

Una vez armados los equipos, se discutían las reglas de la vuelta a Colombia. Tenían que ver con: número de golpes (casi siempre tres) a la bola de cristal con la uña del pulgar, sobrepasos a compañeros y rivales, derecho a repetir los golpes al coronar cada etapa, sacar de línea de carrera a los rivales, que una vez cazados debían volver al hueco de partida, con el consabido retraso y posibilidad de cargar “el farolito”.

El remolque al coequipero equivalía a golpear la bola del compañero, pero con suavidad para no sacarlo de la zanja y tuviera que ir al punto de salida.

La competencia llegaba a su clímax al enfrentar los premios de montaña: el cálculo para medir la distancia, la fuerza del golpe certero que permitiera a la bola caer con precisión en el hueco, medía la categoría del jugador.

La vuelta era larga y daba posibilidad a los retrasados: un golpe mal calculado por el puntero imprimía velocidad suficiente a la bola para sacarla de la zanja y… vuelva al punto de salida.

A veces se acordaba que con la llegada del primero terminara la competencia para evitar que su coequipero arribara con el “farolito”, que en la vuelta real siempre portaban el “negrito Lucumí”, Luis E. Olarte (hoy propietario de Taller Olarte, reparación de bicicletas ubicado en la carrera 21 entre calles 21 y 22, Armenia) y otros de quienes los estudiantes se negaban a llevar sus nombres. Casi siempre había que dejar la prueba y el pago de la apuesta para otro recreo.

Ningún estudiante supo que en 1950, el alcalde de Armenia, Ricardo Patiño Sanz, aportó dos pesos con la condición de que los ciclistas de la Vuelta a Colombia cruzaran la línea de meta ubicada en el parque Sucre. Nadie imaginaba que años más tarde la conformación de equipos de marca decidiría el final de una época en que la competencia era sólo para ciclistas nacidos en cada departamento representado: Valle, Cundinamarca, Antioquia, Tolima, y otros.

Terminada la competencia, las apuestas escolares, si las había, se pagaban a cabalidad. Los perdedores, queriendo rescatar algo de lo perdido, aprovechaban para pedir a los ganadores un pitico o un sorbito de lo comprado con las monedas perdidas en la apuesta.

Una vez sonaba la campana, los escolares corrían a escuchar por partes las peripecias de la Vuelta a Colombia, en los destartalados radios de las tiendas esquineras que encontraban camino a casa.

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