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Cultura  |  28 febrero de 2021  |  12:00 AM |  Escrito por: Robinson Castañeda

La cucunuba de mis recuerdos

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Un texto de Angelmiro Ortiz Ortiz publicado originalmente en el libro Recordar es jugar. Un proyecto del grupo Café y Letras Renata.

El sol veranero de aquel agosto brillaba con más intensidad sobre las casas coloniales de tejas de barro y la cúspide de la iglesia que se erguía altiva y desafiante. Solo los almendros, acacias y araucarias, servían de filtro para dar un ambiente fresco y familiar a las bancas del parque de mi pueblo. El calor sofocante que titilaba sobre el pavimento me hacía sentir la garganta más seca que el rollo de costales pergaminos y estopas que mi padre llevaba bajo brazo.

Siempre al trotecito detrás de él, veía la camisa pegada a su espalda sudorosa, fuerte como una gran muralla, que a veces servía para ocultarme del sol, cuando se detenía ocasionalmente a saludar algún compadre.

Frente a la heladería Chucury estaba mi madre con algunos de mis hermanitos, entonces respiré aliviado mientras me sentaba a tomar un poco de aire fresco al lado de ellos.

Por la calle real, deambulaba el olor a cagajón, a ácido úrico de miaos, a bestia sudada, y el golpeteo de los cascos sobre el pavimento hacían que freno, arritranco, y pechera se llenaran del espumoso sudor de los caballos, mientras con euforia fiestera los jinetes se acomodaban el sombrero, el poncho, el machete, y metían las ancas de sus robustos animales hasta los mostradores de las cantinas que estaban frente al parque.

Era normal; pues era época de ferias y fiestas; los demás participantes se lo permitían y brindaban con helada y espumeante cerveza recién destapada que “chorriaba” hasta el piso.

Cerca de nosotros bajo una acacia estaba un rebuscador de aquellos que andan de feria en feria invitando a apostar en un juego desconocido para mí. La gente se amontonó mientras el hombre los animaba al juego de la cucunubá.

Mis dos hermanos decidieron jugar y apostaron cincuenta pesos por chico. Se inició el juego con otra persona que salió de la montonera, los observé animados; mientras el dueño recogía la plata de las apuestas, anotaba la puntuación de los jugadores, ponía las normas, y cobraba su porcentaje.

El juego constaba de dos tablas laterales de aproximadamente dos metros y una frontal de uno con cincuenta, la frontal tenía pequeños agujeros de pulgada cuadrada, numerados siendo mayor el del centro por donde pasaba una bola de metal (balín), que era preferida por el peso, y que lanzaban desde una determinada distancia.

El que más puntaje hiciera ganaba la partida. Mis hermanos ganaron dos de los tres juegos y quedaron contentos.

En la finca hicimos una idéntica y jugábamos los fines de semana cuando no íbamos al pueblo. A mí de vez en cuando me dejaban participar porque era un guámbito; ahora que tengo la oportunidad, escribo y cuento sobre ello, porque son recuerdos bonitos que se atesoran en el baúl de mis recuerdos.

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