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Cultura  |  20 septiembre de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Rubiela Tapazco Arenas

Enésimo día del caminante en cuarentena

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Un texto de Luis Carlos Vélez Barrios.

7:45 a.m.

Escucho por televisión el mensaje que ordena la cuarentena, y entiendo que debo cumplirla a rajatabla. Aún en piyama abro la cortina, y asomado a la ventana que da a la calle paso revista a las fachadas de las casas de dos pisos del barrio. No entiendo por qué la comparo con el ventanal, y la casa donde vivo, con el caparazón de Gregorio Samsa, y su entorno reducido. Consciente de que ahora el presente es tan incierto como el futuro, recurro a mis viejas lecturas y encuentro al protagonista descrito por Kafka.

10:16 a.m.

Cuando descubro que los minutos de abstracción en el pasado no permiten escuchar las noticias radiales, tomo conciencia de la voz de los periodistas, sus preguntas a los entrevistados, y trato de asimilar los comentarios para cumplir sin falta las prevenciones; intento aceptar y aprovechar de la mejor manera los días en confinamiento.

11:27 a.m.

Vuelvo la vista para observar mi biblioteca: los libros pendientes de lectura, arrumados; en los estantes aquellos aún en lista de espera. Tomó algunos para palpar la textura de sus carátulas, el tipo de letras de los títulos, el grosor; reviso y comparo las encuadernaciones empastadas o cosidas. Abro varios para leer al azar una línea, un párrafo, o varias páginas. Dejo atrás las arbitrariedades, órdenes y contraordenes de quienes a cambio de protagonismo radial producen desconcierto, caos mental y anímico con sus informes.

12:18 p.m.

Tengo frente a mí, en la mesa del comedor, a Marisela, mi esposa, y mientras desayuno comento mi intención de llevar un diario. Dice que de dónde me surgió la idea, y digo que todo vale para distraer las horas del día y olvidar la cuarentena. “Ayúdame a barrer, a trapear. Si lavas los platos del almuerzo y la comida te cuento una historia a cambio”, dice. Le pregunto cuál, y contesta: “Una visita que hice a La Virginia antes de la cuarentena con mis amigas, ahí, por los lados de Calarcá”. Me toma de la cintura para llevarme al lavaplatos, y la escucho…

4:39 p.m.

Miro por el ventanal, que ahora llamo de Samsa, las nubes oscuras, e imaginó la incertidumbre de K. ante el muro de El castillo; dudo si lograré cumplir lo planeado para cambiar la idea de que vivimos una cuarentena kafkiana. Me alegro de esperar en casa, y no fuera del castillo como K. Cuando de nuevo me asalta la obsesión de comparar esta casa con el caparazón, y mi interior con el bicho creado por Kafka, siento que somos cautivos de un ente diminuto, desconocido, y perverso. Que ahora abrir la puerta de la calle no significa salir al mundo, sino entrar en él.

7:23 p.m.

Mientras lavo los platos, y entiendo cuánto trabajo no remunerado cuesta a mi esposa mantener la casa en orden, recuerdo nostálgico las horas compartidas en las cafeterías con los amigos; los viejos compañeros de oficina y vagos jugadores de billar, a quienes si ganaba llamaba “marranos” y si perdía me llamaban lo mismo; a Marisela que a la hora de comer murmura aterrorizada: “cuándo volverán mis hijos de España”, y me pregunto: “¿Qué diferencia existe entre encierro y desaparición? ¿Acaso la orden de confinamiento es otra forma de atentar, de negar la existencia, aunque imperfecta, de la libertad?”.

8:19 p.m.

Mi esposa sube y baja una y otra vez la escalera que lleva a la segunda planta, y mientras veo la televisión me siento un inútil que no sabe qué hacer para ayudarla. Me avergüenzo y apago para irme tras sus pasos con las manos vacías. No encuentro más qué hacer que palmotear sus nalgas. Entre risas esquiva otro palmoteo y me siento peor: estúpido. Regreso al primer piso y de nuevo enciendo el televisor.

11. 47 p.m.

En la alcoba, entre escuchar la radio a bajo volumen para entretener el insomnio, o apagarlo, sabedor de que “a veces el olvido me cura las heridas de la realidad”, intento ignorar al mundo. Me levanto de la cama donde Marisela duerme hecha un ovillo bajo las cobijas. Trato de mostrarme tranquilo, voy al ventanal como hacía Gregorio Samsa, y cuando en la soledad y el silencio observo que por la calle, a medias iluminada por la luna, hacen la ronda el vigilante nocturno seguido por su perro, por segundos temo lo que pueda ocurrir en mi mente cuando imagino que tal vez el perro pueda pensar: “¿qué pasa en el mundo? ¡Ya no tengo a quien ladrar!”.

segundos después achacó mi loca manera de pensar, a la atmósfera de irrealidad que absorbe cada día la realidad.

11:59 p.m.

Corro la cortina, giró, y siento espanto porque los ojos desmesurados de Marisela (quieta, silenciosa) me observan, nos sé desde cuándo, en medio de la oscuridad…

Mayo 2 de 2020.

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