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Cultura  |  23 agosto de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Nostalgias de arroz con leche

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Por Auria Plaza

Miro las palomas revoloteando alrededor de la estatua del general Rafael Uribe Uribe, que es lo único que queda de ese tiempo. Todos se marcharon. Él y yo olvidados, ignorados. No existimos.

En las tardes en que se agota la siesta y recobro la conciencia después de un largo sueño, me asalta la nostalgia de la infancia. Mis pasos cansados me arrastran hasta el parque.

Mi memoria levanta vuelo y aterrizan los recuerdos:

Éramos unas mocosas alegres, bulliciosas; siempre inventando cómo distraernos. En ese entonces, al sur del Parque Uribe nada era aburrido para esa chiquillada que corría libre por la calle, un patio grande donde todos los días eran fiesta.

Las mamás que vivían en las casas que daban a la calle estaban pendientes en las ventanas, y las de los inquilinatos de los bajos que no tenían forma de ver lo que estaba pasando afuera, salían de vez en cuando a mirar. Acudían prontas si alguien se caía o a ver por qué fulanita estaba llorando. El parque estaba cerca pero casi nunca íbamos, no lo necesitábamos porque teníamos toda la cuadra para nosotras. Bueno… la compartíamos con los niños y sus juegos; eso de jugar a la pelota o a policías y ladrones son cosa de varones, decían las mamás.

En el muchacherío se destacaba ella, y no era que fuera la mayor o más grande ni la más peleadora; por el contrario, era muy callada. Se sentía como si ese mundo no fuera el suyo. Que estaba allí por equivocación. Se las daba de importante porque sabía leer; además, siempre andaba metida en las conversaciones de los adultos y por eso se enteró de que al parque iban a llegar las marionetas. Así que con su aire de sabelotodo nos explicó: “Los títeres son muñecos de madera o trapo con vestidos de los personajes que van a interpretar unas historias muy bonitas. Llevan cuerdas en los brazos, los pies, la cabeza y se mueven como si fueran de verdad”. No esperaron por más; lo que habían escuchado era suficiente para disparar la fantasía, se olvidaron de los juegos y salieron corriendo cada uno a su casa. No nos queríamos perder el espectáculo de esa noche. Eso iba ser mejor que los cuentos que esta pequeñina nos leía o las representaciones que nos organizaba a veces.

Mientras tanto, los tres mosqueteros: ella, su hermana y yo nos fuimos a su casa, donde empezó a dar vueltas por la humilde cocina; todo se veía muy limpio, los trastes ordenados y las brasas del fogón aún tibias. Se sentó en un banquito, tenía una idea genial para juntar dinero. Quería regalarle a su hermanita una muñeca de ojos azules, dormilona, de la que estaba enamorada desde que la vio en la vitrina un domingo después de misa.

Buscó a su mamá que estaba en el cuarto y le preguntó si podían hacer arroz con leche. Cuando decía podían, quería decir ella y su hermanita. Ambas estaban grandes para los seis años cumplidos la una, y los cinco por cumplir la otra. Ya ayudaban en las cosas sencillas de la casa y se cuidaban mutuamente, cuando estaban jugando en la calle; la mamá raramente salía -vivía muy ocupada-. Los vecinos casi nunca se quejaban de ellas, a veces de la menor que era un poco peleona sobre todo si de defender a su hermana se trataba. Eran una preciosidad de niñitas: una con sus rizos y ojazos negros de pestañas largas, nariz y boca chiquitas; la otra cabello color de fuego y los ojos verdes, pura dinamita su carácter, voluntariosa y bullanguera.

Leche siempre había, panela y arroz nunca faltaban en ninguna casa por pobre que fuera. La madre avivó el fuego, mientras las niñas tenían listos los ingredientes, yo fui a buscar a mi casa la canela y los clavos. Los quince minutos de la cocción del arroz con las especias y la pizca de sal pasaron volando. Jugábamos a ser tres mujeres cocinando el mejor postre del mundo para agasajar a unos invitados muy importantes. Luego ella, arriba del banquito, dejaba caer los trozos de la panela y vertía la leche lentamente; revolviendo con la cuchara de palo, mezclaba sueños con el dulce aroma de lo que para mí fue el olor de mi infancia.

Los platos pequeños y las cucharitas no eran suficientes para el plan que ella tenía; a escondidas me mandó donde la vecina para que le prestara algunos más y, de paso, conquistar a uno de los niños más grandecitos para que la ayudara a cargar la olla. Cuando llegaron al parque había tanta gente que fue fácil. La mamá, con el chiquitín en brazos, empezó a buscarlas con la mirada y cuando se dio cuenta de lo que estaban haciendo ya era tarde para impedirlo. No quedaba nada ¡habían vendido todo el arroz con leche!

La mayor estaba radiante: su hermanita iba a tener la muñeca, las monedas en el bolso se lo gritaban. Creía que la mamá compartiría su dicha, en cambio lo que escuchó fue una voz enojada:

—Te vas de inmediato para la casa, muchachita necia. Ya hablaremos de lo que acabas de hacer.

Me hubiera gustado acompañarla, se veía tan triste. No solamente se quedaría sin ver los títeres, lo peor era que seguramente su mamá no le iba dejar comprar la muñeca para su hermana.

Se habló mucho en el barrio. Yo escuché como una vecina se lo contaba a mi papá diciendo:

—Pues, si el arroz con leche estaba tan rico, misia Blanca podría dedicarse a eso. Le daría más plata que remallando medias.

Otras vecinas en la panadería hablaban de lo bajo que estaba cayendo el barrio, la empleada de servicio de una que se mezclaba poco dijo:

–A mi patrona le escuché que eso pasaba por alquilarle a mujeres solas con hijos. Que era el colmo que mandara a sus niñas a trabajar.

Mis amiguitas no aparecieron al día siguiente, seguramente están castigadas (pensé). Esperaba que volvieran pronto, la calle no era la misma. Yo siempre quise tener una hermanita y ellas dos eran mis compinches. Tampoco me dejaban ir a verlas.

Volvieron sí… pero los chicos se burlaban de ellas y yo que no me atrevía nunca a levantar la voz, trataba de defenderlas, pero nadie me escuchaba. Se había alterado la placidez de nuestro pequeño mundo. También en el de los mayores se sentía tensión. Hoy en día sé que fue una divergencia de principios. Maneras opuestas de sentir y de ver la vida. Ella se fue encerrando en un silencio que la separaba de todo y su hermana siempre a la defensiva. Una mañana cualquiera no volvieron. Se mudaron, dijeron los grandes. Los chismes de los barrios, a veces superficiales, brotan sin reflexión y a la ligera pero llegan a lastimar de manera profunda. En mi caso, huérfana de madre, esas dos pequeñas y su mamá fueron lo más cercano al calor familiar. Si es difícil vivir, lo es más recordar. Mi infancia está tan lejos y sin embargo pienso que con ellas hubiera tenido con quien compartir mis pensamientos, mis sueños y hasta mis sensaciones más íntimas. Me encerré en mí misma y la soledad la vengo llevando como una segunda piel desde entonces. No hay cosa más insoportable que pasar toda una vida obsesionada con un hecho que sucedió en tan corto tiempo y en edad tan temprana.

Los niños se fueron apoderando de la calle. Las niñas cambiamos las muñecas por la bicicleta y los patines y entonces el parque fue nuestro punto de encuentro. Pausadamente se fue marchando la muchachada. Unos se mudaron al norte de la ciudad, o para Bogotá, otros a New Jersey o España. Seguramente alguno en la cárcel, y habrá quien se fue a ese lugar de donde nunca se regresa.

El parque no es el mismo. Los muchachos de hoy prefieren otras diversiones menos energéticas. No se ven los niños con el aro, saltando la cuerda o recreando el mundo de los adultos. Tampoco las jovencitas de miradas furtivas que paseaban para ser vistas y para mirar. Ya no está la fuente de soda La Fontana con su música, que llevaba al parque en efluvios los acordes de boleros y valses. Los muchachos de antes tarareaban las melodías sentados en los bancos de cemento o en corrillo y enamoraban a las jovencitas con inocencia.

Este parque ya no me pertenece, yo no es mío. El paraíso se perdió hace muchos años, general Uribe. Yo me siento como un perro callejero, tengo casa y no tengo sarna, pero sí el desamparo. Y usted, qué pensaría usted general, tantos sueños y engaños. Si supiera que todo por lo que luchó se ha quedado en el olvido.

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