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Cultura  |  09 agosto de 2020  |  12:59 AM |  Escrito por: Edición web

Aquel lejano sabor de amalgama

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Por Auria Plaza

El comedor de la base aérea de North Field en Tinian estaba, como todos los días a esa misma hora, lleno de soldados desayunando. La guerra le da a uno mucha hambre, como solía decir el entonces coronel Paul Tibbets, piloto de la fuerza aérea de Estados Unidos. Bromeaba con sus compañeros mientras se servía en su bandeja huevos revueltos, crujiente tocino, cuatro tostadas de pan, mermelada, mantequilla y una taza grande de café.

Lo acompañaban su copiloto Robert Lewis, los capitanes William Parson y George Marquardt, el teniente Morris Jeppson y los pilotos del Great Artiste. Esa mañana en especial se les veía muy descansados y podría decirse que contentos. La misión ordenada por el general George Marshall, si tenían éxito, lograría acelerar el final de la guerra en el Pacífico. Todos ellos estaban adiestrados para cumplir órdenes y lo hacían sin cuestionarlas.

En la mañana fresca, la brisa traía ese olor agridulcesalado mezcla de crustáceos, algas y podredumbre tan propia del lugar, pero ellos eran inmunes a los olores. La noche anterior habían jugado pelota en la playa y luego, todos sudorosos, se refrescaron nadando en competencia de franca camaradería, rematando en el único bar con cerveza y chicas.

Al terminar el desayuno se dirigieron directamente a la pista donde los aguardaban los B-29 y Tibbets ordenó que en la trompa de su bombardero pintaran el nombre de Enola Gay en homenaje a su madre. Estaba conciente del peligro que entrañaba la misión. La bomba se terminaría de armar en el aire y cualquier error de cálculo o una bolsa de aire significaba hacerlos volar en pedazos y que ni las cenizas quedaran para testificarlo. Como la mayor parte de las personas que por su trabajo están en riesgo constante, jamás se paraban a pensar en el sentido de la vida y de la muerte, Para ellos, la muerte constituía uno de los gajes del oficio de aviador, un fracaso profesional, resultante de la negligencia o simplemente les tocaba y no había nada qué hacer.

Eran doce y todos disfrutaban cuando el cometido significaba para ellos un ascenso o unos días de asueto por la tarea cumplida. De lo que iban a hacer con los días de descanso era el tema de conversación mientras pintaban el letrero en la aeronave y el personal de tierra terminaba con sus labores de alistamiento.

–Me quedo en las Marianas, tengo un asunto pendiente –dijo Robert y ustedes ¿qué piensan hacer?

–Me voy a San Francisco a visitar a una amiga –respondió el más joven

–La verdad no estoy muy seguro, de pronto me llego a Hawaii…

Todos lo interrumpieron en medio de la frase, sabían de los amores de éste con la esposa de un sargento.

– ¡Cuidado!, que si no te matan los japoneses, un marido celoso te va a pegar un par de tiros. –Gritó Parson–. El ruido era ensordecedor y no pudieron seguir hablando.

En apariencia, nada o casi nada unía entre sí a aquellos tripulantes reunidos en una isla del Pacífico por orden del Estado Mayor. A pesar de ello, tenían un rasgo en común: cada uno de ellos poseía un talento singular y era un destacado profesional en su especialidad. El comandante era un hombre frío, obsesionado por la perfección; con muchas horas de vuelo y sus hombres eran los mejores.

La base naval se iba alejando, en la bahía natural las hileras de tanques de abastecimiento de combustible parecían piezas de un tablero de ajedrez, cientos de aviones aparcados con precisión militar en la pista como acerados juguetes.

Durante las seis horas que duró el vuelo, el silencio era diáfano y suave. El espacio tan reducido no era problema, estaban acostumbrados. El mayor Ferebee se entretenía escribiendo una carta:

Querida Daisy:

Sólo quiero saber por qué no me has vuelto a escribir. Yo creía que éramos muy felices juntos. Qué equivocado estaba. No estoy enojado, sólo siento curiosidad.

Pienso ir muy pronto. Podemos vernos, Tal vez ¿tomarnos una copa y charlar?

Guardó el papel en el bolsillo. Cuando volviera a tierra la terminaría, tenía que pensar muy bien cómo se iba a despedir: Te sigo queriendo… Tuyo hasta siempre… Cordialmente.


 

El único novato era un chico de Memphis que resultó muy bueno como operador de radio y el principal motivo que lo había impulsado a enrolarse en la armada, era, en gran parte, el hecho de poder ser él mismo, sin tener que esconderse por miedo a que descubriesen su secreto. En la isla era parte de una comunidad clandestina de personas similares a él. Por supuesto sus compañeros no sabían su condición.

Cada uno sumergido en sus propios pensamientos. No se pronunciaron sino las palabras necesarias, tenían una actitud confiada. El tiempo era el mejor: cielo despejado, sin vientos que entorpecieran el cometido. El copiloto le avisó a Jeppson que ya habían alcanzado los 15.000 pies de altura y que podían terminar de armar Little boy.

Cuando Tibbets fue informado de que el proyectil estaba listo dio la orden de arrojarlo. Era un piloto que cumplía instrucciones y las cumplía con eficiencia. A las 8:15 de la mañana, el 6 de agosto de 1.945, dejaron caer la bomba sobre el hospital Shima, en pleno centro de la ciudad de Hiroshima, cuyo poder explosivo equivalente de 20.000 toneladas de TNT destruyó 60.000 edificios de un soplo y dejó el lugar convertido en un baldío radioactivo.

“Una columna de humo asciende rápidamente. Su centro muestra un terrible color rojo. Es una masa burbujeante gris violácea, con un núcleo rojo. Todo es pura turbulencia. Los incendios se extienden por todas partes como llamas que surgen de un enorme lecho de brasas. La forma de hongo es como una masa de melaza burbujeante. El hongo se extiende. Puede que tenga mil quinientos o quizá tres mil metros de anchura y unos ochocientos de altura. Es muy negro, pero muestra cierto tinte violáceo muy extraño. La base del hongo se parece a una densa niebla atravesada con un lanzallamas. La ciudad debe estar abajo de todo eso. Las llamas y el humo se están hinchando y se arremolinan alrededor de las estribaciones. Las colinas están desapareciendo bajo el humo”.

Así lo describió uno de los pilotos, tal vez el encargado de la fotografía y cuando le preguntaron en una entrevista años después a Tibbets, con la cabeza en alto, esto fue lo que contestó:

“La bomba demoró 54 segundos en caer y fueron los segundos más largos de la historia. Entonces vi el resplandor y cuando la luz llegó al avión sentí un gusto a amalgama en la boca (años después un físico me explicó que la energía atómica liberada había actuado sobre la mezcla de plomo y plata con que el dentista había arreglado una de mis muelas). Desde entonces tengo la extraña sensación de que la bomba atómica tiene gusto a amalgama. Diez segundos después del estallido nos alcanzó la primera onda expansiva. En seguida nos golpeó la segunda y el avión se estremeció como si lo hubiese alcanzado el fuego antiaéreo. Yo seguí girando hacia la izquierda hasta completar un círculo sobre Hiroshima. El hongo atómico seguía creciendo y a los dos minutos llegaba hasta los 30.000 metros de altura. Era una imagen terriblemente conmovedora. Cuando finalmente enderecé el avión y miré por primera vez hacia abajo me di cuenta de que sólo quedaban algunos edificios en ruina en los barrios alejados: la ciudad entera había desaparecido. Yo había escuchado varias descripciones posibles sobre cómo sería la explosión, pero aquello era absolutamente increíble y desolador. Ahora que han pasado los años sigo pensando que esa fue una decisión correcta y en iguales circunstancias volvería a arrojar la bomba”.

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