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Cultura  |  27 abril de 2020  |  09:21 AM |  Escrito por: Edición web

Una pandemia

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*Un relato de Laura Barrios Quintero

*Ilustración: @somosmamarrachos

La última vez que escribí, escribí sobre un concierto de rock, finalicé diciendo que aún nos faltaban primeras veces por vivir uno al lado del otro, no pensé nunca que entre 'primeras veces' debiera contar una pandemia, el aislamiento social obligatorio y ya un mes viviendo bajo el mismo techo sin que estuviera en los planes de ninguno de los dos -ni en los míos, y hago muchos planes-.

Inicia

Parecían los hombres / enemigos,/ pero la misma noche / los cubría/ y era una sola claridad / la que los despertaba: / la claridad del mundo.
Pablo Neruda

Al despertar, es difícil saber qué día es. Agarra su celular, es mi propio medio de noticias -porque hay días en los que prender el televisor y pasar del sueño conciliador a la realidad de todas las gentes me abruma. Días en los que se me hacen nudos en la garganta con las vidas ajenas y luego ya no me sé desatar, encuentro entonces, en un libro de Mario Benedetti, una explicación para mí: «es una historia vieja, o mejor dicho una vieja señal: el sobreviviente de un genocidio experimenta una rara culpa de estar vivo. Y acaso, quien por alguna razón válida (no tengo en cuenta las razones indignas) consigue escapar a la tortura, experimenta cierta culpa por no ser torturado», entonces, me parece que le temo a la tristeza ajena, porque no es la mía, porque estoy tan cómoda en mis privilegios, que me siento culpable-.

Me dice: “hay nuevo reporte”, busca la cifra de Quindío, pasa por todos los departamentos, me da un número de muertes que nunca retengo y yo le pregunto con optimismo: “¿recuperados?. Luego pasa a datos curiosos, reporte internacional y una que otra noticia de orden social. Acto seguido, yo corro a buscar cuántos habitantes tiene cada lugar del mundo de nuestro nuevo reporte y me digo “bueno, son muchos infectados, pero no son tantos”. Cambio el tema o no respondo nada, él sabe, entiende y sigue revisando el celular en su propio silencio, con sus propias realidades abrumadoras.

Rengos

Intuyo que nosotros dos, y todos los otros de cualquier otro lugar, nos hemos desajustado de alguna manera. Unos más que otros. Hay pequeños o grandes esfuerzos por el reajuste; el de la existencia, el de las emociones, el de las relaciones, el amor, la familia y los recuerdos, incluso el del futuro. Hay días del encierro en los que se cree lograr. Luego, confiados, cerramos los ojos y reaparece el caos, entonces la recaída parece devastadora y no saber cuándo pasará, cuándo sentiremos la normalidad, hace el caos, incluso, más caótico, pero aquí estamos.

Jaulas

Del encierro, hay noches que llegan rápido. Hay días en los que reímos a carcajadas y en el fondo, creo que tanto el uno, como el otro, agradece coincidir incluso en una pandemia. Parece que, tanto el uno como el otro, se convence de no querer pasar 24 horas seguidas -quién sabe por cuántos días- al lado de una persona ajena. Cantamos, nos armamos una que otra rumba imaginaria, recordamos el pueblo, nos preguntamos cuál será nuestro primer plan cuando salgamos, bebemos ron como piratas que pudimos ser en otra vida, o que podremos ser en una próxima, hacemos que una cerveza nos dure lo que no nos duraría nunca y me llena la barriga de dulces.

Me asalta el mismo libro «no sé, si uno se ríe verdaderamente con ganas, parece como si de pronto se te reacomodaran las vísceras, como si de pronto hubiera razones para el optimismo, como si todo tuviera un sentido. Uno tendría que automedicarse la risa como un tratamiento de profilaxis sicológica, pero el problema, como te imaginarás, es que no abundan los motivos de risa», por eso, también hay días que parecen durar una semana en los que el silencio nos aturde, las calles desde la ventana de este cuarto piso se ven más tenues, no hay carcajadas y no pensamos en la certeza o el agradecimiento por coincidir, son solo días que menos mal, también terminan por acabar, aunque a veces parece que no fuera a amanecer tan rápido.

En lo que a mi encierro corresponde, pocas cosas me preocupan. -Ya me cortó el pelo sola y él ya resolvió-. Uno cree que no puede pasar mucho tiempo entre cuatro paredes, asume que sería insoportable, sin embargo, es soportable, al menos para mí lo es, porque culpablemente tengo la oportunidad de seguir con el trabajo, de tener un techo, de una nevera llena, una cama cómoda, mi bienestar y el de los cercanos. Parece que este cuerpo mío se acostumbra fácil a nuevos horarios, a nuevos cansancios, a la nueva manera de hacer y no hacer.

Retomo lo que escribió alguien que no soy yo: «cuando uno tiene que estar irremediablemente fijo, es impresionante la movilidad mental que es posible adquirir. Se puede ampliar el presente tanto como se quiera, o lanzarse vertiginosamente hacia el futuro, o dar marcha atrás que es lo más peligroso porque ahí están todos los recuerdos, los buenos, los regulares y los execrables. Ahí está el amor, o sea estás vos y las grandes lealtades y también las grandes traiciones», entonces voy y vengo entre lo que me ha hecho ser quien soy, ser quienes somos, y pienso que cuando salga -salgamos-, seré -seremos- muchas cosas nuevas.

De los encierros ajenos, me invaden todas las preocupaciones. De su encierro, la impaciencia, de su encierro, lo que extraña caminar, de su encierro, lo que extraña su normalidad, de su encierro, lo que se frustraron sus planes. De los otros encierros de afuera: las ansiedades, las necesidades, las faltas, lo que se padece, lo que no se alcanza, lo que se empieza a acabar, el bolsillo vacío, la cabeza que explota, la angustia que invade.

Será recuerdo

Después de cada comida en esta familia que ahora somos, marco los siete números que ponen a timbrar el teléfono en mi casa de siempre, y entonces, a diario, tengo al menos seis momentos familiares. Unos de carne y hueso y otros de nostalgias y anhelos. Esas postales mentales de cuarentena posiblemente las lleve siempre. Esas postales de cuarentena, unidas al olor a alcohol que ya me penetró el cerebro y a las manos acartonadas que parece, se pudieran rasgar, serán refugiadas en la memoria.

Nos hemos vuelto protectores, si bien, el encierro y el miedo que se hizo general en cada rincón del planeta, que es la casa de todos, saca a la luz la podredumbre de clases políticas y sociales, en nuestro interior, o al menos parece que en el de la mayoría, ha nacido la voluntad de cuidar del otro, cuando nos veo desde las ventanas, cuando nos leo a través de las pantallas y sé que estamos en nuestro propio encierro, intuyo que también lo hacemos por el otro.

Cuando en casa me dicen antes de colgar que nos cuidemos, cuando quiero cuidarlos, cuando lo veo salir al supermercado con guantes y el tapabocas -que apenas le deja ver las vastas cejas y los dos ojos color montaña cuando amanece- y quiero que regrese ya, cuando no quiere que yo vaya al supermercado, cuando quiero a mis papás en una caja de vidrio, cuando mi hermano va y viene todos los días de una clínica, dejándonos ver en él lo que no imaginamos, cuando veo gente preocupada por los animales que no son de nadie, cuando con otros nos preocupamos por las familias que no son las nuestras, por los estómagos que no son los nuestros, por las cocinas que no son las nuestras, siento que con uñas y dientes cuidaría de cada ser a mi alrededor, porque siento que por primera vez todos somos iguales, no nos salvaría ni el dinero, ni el apellido, ni el lugar del mundo en el que vivimos. Somos frágiles, todos somos igual de frágiles.

Lo que, irónicamente, nos alejó a todos, lo que nos obligó a tomar distancia, nos puso, de alguna u otra manera más cerca. Lo que día a día creímos normal, hoy nos hincha el alma: mi viejo todas las noches en la habitación del lado, se despide de mí, pero ahora todos los días sin falta alguna, me dice al día -mínimo tres veces- que me ama. Mi hermano, con el que apenas cruzo palabra, me llena de mensajes por Whatsapp, mi mamá, que a veces es una crítica tan ardua, se enorgullece de la forma en la que busco estar en el mundo. Él pide todas las noches la bendición a su mamá y le dice que la ama. Todo el día pregunta por su familia y todos los días habla con su papá. Se ha develado, entonces, para bien o para mal, lo que en el fondo somos. El miedo nos hizo conscientes de lo que no queremos dejar de tener.

Vuelvo al libro: «La única ventaja de este tiempo baldío es la posibilidad de madurar, de ir conociendo los propios límites, las propias debilidades y fortalezas, de ir acercándose a la verdad sobre uno mismo, y no hacerse ilusiones acerca de objetivos que uno nunca podría lograr, y en cambio aprontar el ánimo, preparar la actitud, entrenar la paciencia, para conseguir lo que algún día sí puede estar al alcance».

Barrer

Hay días en lo que se nota lo machacados, cojos, parcialmente nublados, vacíos, con insomnio y una que otra pesadilla. ¿Y si nos aprendemos tan de memoria que mejor nos borramos? ¿Y si ni nosotros dos, ni los otros tantos volvemos a ser los de antes? ¿mejores o peores? según el juicio de cada uno.

Ya se ve: la pandemia es una aguacero que nos está lloviendo por dentro y por fuera a todos. Cuando pase, habrá sobre las calles árboles caídos, hojas mojadas, techos demolidos, escombros, escombros como los que ya conocemos; tendremos que reconstruirnos, quitarlos, barrerlos, eso sí, seguros de que también habrá uno que otro inamovible del corazón y la memoria.

De nuevo: «el amor es una compañera con la que se comparte la cama porque se comparte un sueño, una tarea. Yo no quiero una mujer con la que ser feliz. El mundo está lleno de mujeres con las que se puede ser feliz, si es la felicidad lo que se busca (…) nunca he tenido una compañera, y yo quiero una compañera. Una compañera que sea mi compañero, amigo, cómplice y hermano. Soy un hombre que lucha y lo seré siempre. Lo seré en todas partes y en cualquier caso», ese día dije: yo no quiero ser una mujer con la que ser feliz. Yo quiero ser una compañera que existe al lado de un hombre que lucha en todas partes y en cualquier caso. Aquí estamos, comprobando en el lugar y el caso que nunca imaginamos, porqué ser compañeros, dispuestos a barrer y levantar escombros. Develados ante el amor que cuida, sabiendo, aunque el otro no lo diga, lo que ambos ya conocemos.

Hay, tal vez, una certeza en medio de la incertidumbre, y es saber qué nos va a quedar, qué vamos a recordar, después de lo que nos queda y recordamos ahora. Yo ya elegí, como también elegí la gratitud por la compañía en la batalla.


 


 


 


 


 


 



 

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