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La Cosecha  |  24 junio de 2019  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Carlos Gardel: ochenta y cuatro años de un suceso en tiempo de dos por cuatro.

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¿Y qué dicen de Gardel sus críticos? : De todo, como en la botica de Corrientes tres-cuatro-ocho.

Al igual que cientos de escritores argentinos y de otras nacionalidades, en contravía de Borges, Julio Cortázar ofició la ceremonia del tango sin aprehensiones.

Especial para El Quindiano

Por Libaniel Marulanda

Nota preliminar: Esta crónica con pequeñas variaciones, en cuanto a fechas, fue publicada en el libro “Momentos memorables de militancia musical”, de mi autoría, con el auspicio de la Secretaría Departamental de Cultura y la Universidad del Quindío, en la colección Biblioteca de autores quindianos, en 2016.

Este 24 de junio de 2019, ochenta y cuatro años después de aquella infausta tarde en el aeropuerto Olaya Herrera de Medellín, cuando las maniobras y desplantes de los pilotos Willys Beninngton Foster Stuart de la Scadta y Ernesto Samper Mendoza de la Saco terminaron en el accidente que habría de reforzar su imagen como el cantante más famoso del siglo veinte, el engominado galán, El morocho del abasto, invadirá con mayor ímpetu el espectro radial y mediático del mundo de la música y de su historia. Si al aniversario le sumamos los cientos de libros que ha inspirado, los millones de textos que aparecerán este día y la difusión de su cancionero en los bares, teatros y escenarios del mundo, hasta los enemigos del tango tendrán que admitir que Gardel fue más que un mito surgido de una coyuntura horneada por las llamas, el bochinche y la sangre de ese accidente.

Una frase del tango Volver del poeta brasileño Alfredo Le Pera lo instaló en la inmortalidad. Y con este verso repetido hasta el infinito por humildes cantores de cantinas, hasta las grandes voces, sin excluir el verbo encendido de políticos y la fauna cultural del mundo, que la magia del celuloide y la perpetuidad de la vulcanita registraron desde el pasado y para dos siglos, Gardel insistirá que veinte años no es nada. Y entonces la audiencia universal en un coro a unísono pensará que, incluso, ochenta y cuatro tampoco lo son para una voz, una figura, un modo de cantar y un género que fue el primero en la lista que la Unesco declaró como patrimonio intangible de la humanidad, producto de un amasijo de culturas tan disímiles como la africana, la criolla y la europea, y cuyos registro de nacimiento está fechado en la década de los ochenta del siglo antepasado.

El tango argentino, como cuerpo cierto y susceptible de ser oído en todo el mundo, se dio a conocer en 1917, ya vertido en una pasta de ebonita y reproducible por las victrolas eléctricas. Su impacto corrió paralelo a la revolución bolchevique y a la carnicería de la primera guerra mundial. Si bien el género tenía una historia previa de más de treinta años, solo a partir de la grabación de una composición instrumental, bautizada como Lita por su creador, Samuel Castriota y versificada luego por Pascual Contursi, el tango emerge como canción verdadera, ya armada con texto poético. Conviene decirlo: antes las letras de tango eran tan deplorables como vulgares. De ahí que ese tango pionero, grabado precisamente por Gardel y titulado “Mi noche triste”, sea el punto de partida de la historia del ritmo que viajó de los burdeles porteños a los salones de la burguesía diletante parisina.

Imposible mencionar al ídolo sin explorar su origen. Aunque la procedencia francesa parece cierta, la contraparte tiene la fluidez del Río Uruguay. Hasta el cantante Omar Escuderos le metió música en 1998 con su tango “Un ADN para Gardel”. Desde Bélis, Francia, en julio de 2012, Francois Lasserre, presunto nieto de Paul Lasserre y sobrino del cantor, expresó en una carta abierta al mundo gardelófilo: “Sólo la comparación del ADN puede desempatar definitivamente las posturas de los sostenedores de una u otra tesis y clausurar para siempre un antiguo debate, a menudo encrespado, sostenido a lo largo de setenta y siete años. La lógica indica que habría que comparar primero la impronta genética de Berthe GARDES con la de Carlos GARDEL; luego, la de Carlos GARDEL con mi propia impronta genética, que ofrezco espontáneamente, con el fin de enriquecer un Patrimonio que pertenecerá, en lo sucesivo, a la Humanidad entera.”

Argentina como nación, el tango como cultura universal y Gardel como ícono del canto, fueron cocinados a plena temperatura por dos fenómenos concomitantes: La política inmigratoria, expresada en la constitución de 1853 mediante su artículo 25: “El Gobierno Federal fomentará la inmigración europea; y no podrá restringir, limitar ni gravar con impuesto alguno la entrada en el territorio argentino de los extranjeros que traigan por objeto labrar la tierra, mejorar las industrias e introducir y enseñar las ciencias y las artes”. Mientras en Europa se encendía el fuego de la guerra y la consecuente postración social, en Buenos Aires, justo en ese 1914, se pagaban los salarios más altos del mundo. La condición de potencia económica le permitió el lujo de mantenerse neutral durante el conflicto e ignorar las presiones de Estados Unidos. Cuando Alemania le hundió dos barcos, a la emergente nación le bastó un desagravio y una indemnización.

Gardel ha sido suculenta materia de especulación durante estos ochenta y cuatro años. No pueden faltar las leyendas sobre una presunta sobrevivencia, oculto del mundo y convertido en un ser monstruoso. El gordo Aníbal Moncada, fundador del Patio del Tango de Medellín, le tenía un altar porque le hacía milagros. Su vida, pasión y muerte han sido abono para los terrenos del conocimiento y del arte; desde el ensayo ácido y serio bajo la óptica del sociólogo Juan José Sebreli en dos de sus obras: Buenos Aires, vida cotidiana y alienación (1.964) y “Comediantes y mártires” (2.009). Hasta Borges y su tirria manifiesta por ese tango que se aparta del recurrente ritual fiestero de guapo y cuchillo, malogrado por el advenimiento de aquel otro donde el amor y la tristeza colonizan el sentimentario universal, como la citada canción pionera del 17: Mi noche triste, proscrita como Carlitos de los afectos borgeanos.

Al igual que cientos de escritores argentinos y de otras nacionalidades, en contravía de Borges, Julio Cortázar ofició la ceremonia del tango sin aprehensiones. El capítulo 111 de Rayuela transcribe una narración en donde la protagonista, Ivonne Guitry, se confiesa con Nicolás Díaz, un supuesto amigo del zorzal en Bogotá. La lectura de ese capítulo remite directo al lector tangófilo a la Madame Ivonne escrita por Enrique Cadícamo y que fuera la última canción grabada por Gardel en Buenos Aires en 1.933, antes de embarcarse para París. Continuando con la incursión de Cortázar en el 2X4, interesante será para el lector conocer el disco de larga duración titulado Trottoirs (veredas) de Buenos Aires, con diez tangos de su autoría, musicalizados por Edgardo Cantó y cantados por Juan Cedrón en París, en 1980. La música del tema insignia le hace piropos melódicos al “Arrabal Amargo” (1.934) del binomio Gardel- Le Pera).

¿Y qué dicen de Gardel sus críticos?: de todo, como en la botica de Corrientes tres-cuatro-ocho. Desde calificarlo de apátrida por sus devaneos de nacionalidad, restregarle su etapa de vago, ratero y estafador, sin omitir sus amistades con políticos sucios, mafiosos, proxenetas y pistoleros bonaerenses, hasta dedicarle generosos párrafos homofóbicos a su reservada conducta en materia de amoríos femeninos, sin dejar al margen la etapa en que ejerció de gigoló en Nueva York. Desde la órbita musical también ha sido cuestionado por pretender ser un cantor universal como podría demostrarlo su actuación en Tango en Broadway, película de 1.934, pasando por la supuesta decadencia de su voz y de juzgar que su posterior fama debe sopesarse en proporción directa con el horror del accidente y no con su trascendencia fundacional. Pero en el mar de textos críticos emergen el par de ensayos de Juan José Sebreli, polémico autor citado antes.

 

En Buenos Aires, vida cotidiana y alienación, publicado en 1964, pone al Zorzal criollo contra el paredón: su obra carece de contenido reivindicatorio, comprometido, y peca de arribismo social. Este texto de Sebreli, que certero golpea la despistada clase media, leído con profusión por la intelectualidad universitaria, a mi juicio cayó en el exceso común de la izquierda de los años 60-70, la de allá y la de aquí, de considerar que el tango es lumpen, así como sus cultores. La indiferencia militante de Gardel y los gardelianos es una cuenta sobrefacturada que le pasó Sebreli a la música ciudadana. A mi juicio y como ferviente músico tanguero, el arte en general no debe ser estigmatizado por su origen. Al fin y al cabo el genio de escritores, pintores, poetas y músicos siempre ha sido acunado al calor grato de la fraternidad noctámbula, la bohemia y el vivificante goce cantineril.

 

Pasados más de 54 años (¿que tampoco son nada?) del primer ensayo de Sebreli, en el año 2019, ante el aniversario ochenta y cuatro del cantor, cuando me enfrento al acto de repasar su prontuario vital, descubrí con euforia tanguera que aquel ácido crítico bonaerense sesentero ha mellado sus dardos macartistas en un nuevo libro: “Comediantes y mártires: ensayo contra los mitos” (Random House Mondadori, 2009 / premio Casa de América. Dice en apartes de su prólogo: “En los años sesenta me animé a criticar, en escritos que provocaron escándalo, el populismo de los intelectuales y la adoración del mito gardeliano. Sin embargo, no me proponía tanto desmitificarlo como oponer el mito convencional de Gardel a mi mito personal. (…)Fue un error caracterizarlo como un lumpen porque, a pesar de sus tempranas vinculaciones con el mundo de la prostitución y del hampa, Gardel ascendió pronto hacia otras esferas, en particular de la clase alta”.

Escribo esto sin pretender desbordarme del ámbito tangófilo que tiene reservado un cálido sitio al recuerdo de una figura signada por esa fatalidad que suele engrandecer a los cantantes cuando la muerte accidental se antepone al patético advenimiento de la decrepitud. Carlitos, el fundacional del 2x4, cuyos despojos fueron exhumados seis meses después de su entierro en el cementerio medellinense de San Pedro y mimetizados en una caja metálica durante un trayecto penoso, largo e inevitable hasta la Estación del ferrocarril de Armenia, para proseguir hacia Buenaventura, pasar por el Canal de Panamá, llegar a Nueva York y tener al Buenos Aires querido como apoteósico destino final, planeado como maquiavélica cortina de humo para cubrir los escándalos políticos argentinos. Repasada la foliatura solo me quedan dos o tres interrogantes como ciudadano corriente, y uno más como músico y tanguista: ¿Por qué Gardel excluyó los bandoneones en casi todo su cancionero?

Oído, visto y diseccionado durante más de ocho décadas, los especialistas, los músicos y los cantantes pueden tener una percepción diferente al común de la afición tanguera. Por eso la pregunta que seguirá flotando: ¿Fue el mejor de los mejores? En mi caso diría que no por una simple razón: el engominado galán fue quien abrió el camino y de eso dan cuenta sus películas y sus discos. Quienes lo sucedieron comenzaron a replicarlo, como fuente ineludible del canto, la actuación y hasta la pinta. De ahí en adelante comenzó la batalla de cada cantor por superar al maestro, por consumar el anhelado parricidio artístico. Parecerían demostrarlo Goyeneche y Sossa, con sus versiones del cancionero de Le Pera. Por conocimiento directo, porque fue mi resignado maestro y por razones de “la zurda”, añado a otro, Roberto Mancini, cuya centenaria discografía permanece oculta y quien falleció en 2017.

 

Calarcá, junio 18 de 2019

Libaniel Marulanda

[email protected]

 

 

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